martes, 19 de agosto de 2014

La maestra

Como cada día llegó temprano. Le gustaba entrar rodeada de silencio, en calma. Soltaba su bolso sobre la mesa y, sin prisa, se disponía a disfrutar de los únicos instantes de tranquilidad que sabía que tendría durante la jornada.

Cerraba los ojos, respiraba despacio. Se permitía dejar la mente en blanco, sin pensar en nada. Se imaginaba su cabeza vacía. Sólo existía su respiración, pausada y rítmica. Llenaba los pulmones, aire dentro, los vaciaba, aire fuera. Así a cada movimiento, simple y sencillo, su concentración iba en aumento.

En este estado empezaba a repasar todos sus nombres, y los relacionaba con cada carita. Hacerlo era su rutina preferida, siempre lo había hecho así. A ellos les gustaba que recordara sus nombres, se les notaba en los ojos. A ella no había cosa que la hiciera más feliz que verles la cara iluminarse poco a poco. Cada día se ponía frente a sus pupitres desiertos y se los imaginaba sentados, mirándola. Pasaba lista en su cabeza, así tenía frescos siempre esos nombres, año tras año, curso a curso. Siempre los recordaba.

Una de las cosas que más ilusión le producía era guardar todo lo que esos niños hacían. Era su pasión, su colección. Trabajos, dibujos, notas... Cualquier cosa ella lo guardaba. No sabía muy bien porque lo hacía pero pensaba que algún día, después de muchos años, se encontraría con algunos de esos niños, ya de adultos, y ella tendría un trozo de infancia que ofrecerles. Tendría recuerdos que dibujarles, recuerdos reales que ellos podrían tocar y revivir.

Tras unos minutos empezaron a llegar sus niños, como a ella les gustaba llamarlos. Entraban y lo llenaban todo de vida. Su cuerpo se estremecía al verlos tan pequeños y tan inocentes. Pensaba la suerte que tenía por tener la oportunidad de participar e influir en su educación.

Esta era su vocación, su razón de ser, la fuerza que le hacía levantarse cada mañana. Los miraba a los ojos y se veía a ella misma reflejada. Cada día, cuando ya todos estaban sentados, se repetía que esto era lo que quería hacer el resto de su vida. Sabía que no existía nada que pudiera apartarla de esos niños. Sabía que los quería a todos como si fuesen sus propios hijos. Y además notaba, por sus miradas, que ellos la adoraban y la querían de esa manera tan pura de la que sólo ellos eran capaces.

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Cuando entró la vio de pie y supo que ese sería un día especial. Con su bata blanca estaba como siempre, esperándolos para verlos entrar.

Sintió el amor y la sinceridad con la que lo miraba. Él era uno de sus niños, como ella los llamaba. En la mesa que tenía al lado había unas carpetas y cuando ella comenzó a sacar dibujos y trabajos, les hecho un rápido vistazo. Reconocía algunos de ellos, un dibujo de un coche, grande con grandes ruedas, y una redacción sobre el verano que ella les encargó.

Se sintió otra vez niño, como hacía casi treinta años, cuando ella era su maestra. Recordó tantas cosas que no pudo evitar llorar como si fuera ahora aquel niño. Esos folios que le enseñaba lo transportaban a su infancia, un viaje rápido, sin retorno. Eran recuerdos que había puesto delante de él para que los tocara y los viera. Eran un trozo de su vida, igual que ella.

Delante de él ahora con su bata blanca, igual que en clase, ella sonreía y lloraba porque se encontraba por fin con esos niños, después de tanto tiempo atesorando esos recuerdos, y les devolvía un pedazo de infancia, como tantas veces había soñado.

1 comentario:

Rocio Dominguez dijo...

Yo que he tenido la suerte de tener la misma maestra he vuelto a recordarla perfectamente. Su amabilidad, su cariño, su buen hacer, con qué amor nos sigue tratando a todos por igual y a cada uno en especial. Genial