jueves, 18 de septiembre de 2014

El fruto oscuro

Con las manos encalladas en el vaso miraba distraído aquella viciosa botella. Esa botella que tanto había significado en su vida los últimos años. Tantos días, tantas horas de amor desenfrenado. Tantas confidencias. Tantos sueños en ella derramados y de ella bebidos.

Esa botella había sido su única amante, su fiel compañera, su mejor amiga, la única. A ella podía contarle cualquier cosa, la necesitaba igual que ella a él. Ambos bebían el uno del otro, dándose muerte en un rejoneo eterno, escondido para los demás.

Las horas de oscuridad eran el reino donde se perdían, sin rumbo, juntos. Fieles entre sí. Ajenos al resto del mundo que se encontraba fuera de ese cuento. Ajenos al mundo irreal, lejos de la realidad de su historia.

La amaba tan profundamente como podía haberse amado a él mismo en el pasado. Ahora sólo existía su sabor, ni siquiera ya tenía fe en sí mismo, sólo creía en su mano aferrada al fruto del vientre de ella, ese fruto amargo y oscuro que lo recorría tan ardientemente en cada abrazo. Cada beso era un sorbo de olvido que ansiaba. Cada sorbo era un beso de esperanza consumida.

Ni siquiera el recuerdo fugaz de una hija que lo amaba era capaz de despejarle la falsa sensación de plenitud. Ni siquiera su otra amante, la de carne y sentimientos, la que lo amaba de verdad, lograba hacerle olvidar los encuentros de pasión en aquellas horas de oscuridad, ni lograba apartar de él esa necesidad de dejarse llevar de aquella manera tan desconsolada.

Con ella a su lado era capaz de cualquier cosa, de enfrentar cualquier problema, de volar. Capaz de vencer. Vencer. Sin ella, no era más que una sombra de lo que un día creyó llegar a ser. Un espíritu ennegrecido y oxidado, olvidado por el tiempo, roto.

Si hubiera mirado a través de los ojos de los que le contemplaban hubiera visto una caricatura de hombre. Un simple esquema de la mínima expresión de la dignidad. Hubiera visto la decadencia, la sinrazón, la destrucción. Si hubiera sido capaz de comprender lo que los demás se afanaban en hacerle ver, se hubiera encontrado descuartizado, inutilizado, desgarrado. Hubiera sentido el hedor del fracaso que lo inundaba todo en él, fresco y nauseabundo, su propio olor.

Se hubiera visto a sí mismo, sólo a él, moribundo...

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