jueves, 2 de octubre de 2014

El búho y la mariposa

Había un búho. No un búho cualquiera, un buhito. De esos pequeños, con plumas marrones, grisáceas y pico amarillo. El búho tenía las garras afiladas, muy finas, le gustaba con ellas arañar la madera de las ramas y dejar marcada su huella.

Un día llegó al árbol del búho una mariposa. Ella era una de esas de colores fuertes, vivos. Sus alas brillaban al sol como gotas de rocío con las primeras luces. Era casi toda de color verde,  un verde claro, fresco,  como el de la hierba de verano bien alimentada, como las hojas de la menta.

Al principio ninguno de los dos se miraron. El buhito siguió contemplando su prado, enamorado de la luna que lo iluminaba. La mariposa estaba triste, sus alas brillaban pero ella había perdido la ilusión por agitarlas al viento. Era una mariposa cansada y quería andar en lugar de volar.

Cierto día la mariposa contempló al resto de animales del prado, miró alrededor y pensó en cómo sería vivir todos juntos,  compartiéndose. Recuperó parte de su esencia y voló sobre ellos haciendo que todos miraran al cielo. Tras un vuelo largo se posó suavemente sobre una gran roca y en ese momento todos se vieron,  y se reconocieron como miembros del mismo prado, y convivieron juntos desde entonces.

El búho, al ver el vuelo de la mariposa quedó impresionado, y se le acercó. La mariposa, tímida, mantenía la distancia, pero cuando el búho le susurró su nombre ambos comprendieron que,  aunque tan distintos, eran iguales por dentro, casi idénticos,  almas gemelas encerradas en recipientes diferentes.

El búho le prometió estar siempre a su lado,  acompañando su vuelo, protegiéndola del fuerte viento y de los grandes pájaros predadores. Ella le entregó su brillo, su color, sus alas de mariposa para que el búho pudiera seguir dejando su huella grabada en la corteza de los árboles del prado.

Y desde entonces, juntos, vuelan pegados uno al otro, sintiéndose y queriéndose cómo uno solo.

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