lunes, 19 de enero de 2015

La traición

Sobre la mesa del salón, casi a oscuras, dejaba reposar la cabeza sobre las manos que tanto habían hecho por él.

En la penumbra lo miraba, envuelto el espíritu en una especie de argamasa de tristeza y de incredulidad. Tantos años, se recordaba, tanto esfuerzo, tanta dedicación, tanto sacrificio.


Lo que la había destrozado por dentro no era el engaño, no era la falta de respeto, la falta de agradecimiento por tanto que le había dado. Ni siquiera era la falta de amor. Lo que le había descompuesto su voluntad era la traición a la amistad sobre la que habían construido cada centímetro de su mundo.

Esa amistad lo había soportado todo, las noches en vela, los días sin salir, las horas eternas dominadas por la maldita enfermedad, que ella había aceptado enfrentar y que consumía el cuerpo de su amante amigo.

Esa amistad que ahora yacía en el suelo agonizante, herida y desangrándose sin remedio. Atravesada por el frío metal del engaño.

Habían sido el uno para el otro el ocaso y el amanecer, el Sol y la bella Luna, la luz y la oscuridad, la fe y la desesperación.

Juntos habían pasado por lo mejor y por momentos de agonía. Juntos vieron como se encarnó su amor en un pequeño milagro que los miraba desde la cuna, llenándolos de felicidad acurrucados entre las trincheras de la vida.

Y ahora, de golpe, todo se quebraba. Su amor, su confidente, su amigo más cercano, había lanzado su hipócrita y burda declaración de intenciones. Siglos de humanidad, de bajos instintos y oscuras pasiones resumidos en un sólo instante, en un incidente frente a ella.

Otra ilusión había ocupado su puesto. Otra pasión movía los pensamientos que antes se centraban en ella. Mientras, ella seguía respirando a través de los pulmones de él, seguía deseando los suspiros que vertía en su boca con cada beso pasado. Seguía sintiendo el corazón que latió por ella dentro de su propio pecho.

Lloró amargamente durante no sabía cuanto tiempo, y entre su pena, regada por miles de claras y limpias lágrimas, floreció la fuerza que dormitaba. Creció y creció el amor, ya no por él, sino por ella misma. Se dijo que nada ni nadie tenía la fuerza de hundir su dignidad. Se dijo que ella era demasiado mujer para tan poco hombre, y en ese instante, se deshizo de años de servidumbre.

Se desnudó del todo. Se quitó la pena y la desilusión como si fueran un vestido que le apretaba demasiado las caderas, encarcelándola. Se libró de sus miedos, de sus malos sueños y de los nudos que le cerraban el estómago.

Volvió a ser libre. Volvió a sentir la ilusión en el rostro, una nueva vida, y una leve brisa dentro de su pecho. Volvió a ser la mujer que hacía años no era.

Volvió a ser ella.

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