viernes, 20 de febrero de 2015

Raíces

Como cada mañana salió de su casa con la batalla medio perdida. Cada vez le costaba más enfrentar los miedos y angustias que le provocaban la rutina. 

De camino al coche miró hacia arriba, como solía hacer, en un gesto rutinario, mecánico y enfermizo. Siempre el mismo camino, siempre los mismos gestos, el mismo destino, el ritual de lo habitual...

Contempló el cielo azul, limpio y claro, pero ya ni siquiera eso lo alegraba. 

El otoño aún se dejaba notar por todos lados. Los árboles, desnudos y tristes, dejaban sus copas sin hojas expuestas ante él. El contraste de las ramas con el fondo siempre le hacía imaginar que las ramas eran en realidad profundas raíces que se adentraban, creciendo fuertes hacia arriba, en una tierra azul que las recibía y las alimentaba, cuidando al árbol que se perdía hacia abajo en las profundidades.

Se sentó en el coche y vació su mente de preocupaciones. Puso el piloto automático de su inconsciencia y se dejó llevar por los instintos que gobernaban su cuerpo.

Cada día pasaba al lado de un gran tanatorio. Siempre sentía un escalofrío en ese momento. Veía a los vivos en la puerta, ojerosos y suplicantes, hundidos y llorosos. Presentes allí por lo mismo, atados a la muerte por una cuerda que al final nos ahorca a todos por igual. Los vivos velando a un recuerdo que ya no es ni eso, velando a sus muertos.

Con el eco de las lágrimas aún en los ojos, comenzaba a divisar el gran puente blanco, erguido ante sí como un caballo reluciente y "relinchante". El puente que cruzaba siempre sobre el mismo río. Último obstáculo que separaba la orilla en la que se encontraba de la otra a la que se dirigía, la de la niebla, la confusión y la nueva muerte del día a día. El punto de no retorno.

Ya en el destino, se sentó en su mesa de trabajo, respiró profundamente intentando llenar los pulmones de aire, pero lo que entró en ellos fue la pesadumbre, la desilusión y una enorme y pegajosa tristeza que le agachó la cabeza y se la pegó al pecho. 

Miró alrededor. Las mesas vacías convertían el lugar en un campo minado después de la batalla. Los abandonos, las decapitaciones y los puñales lanzados a la espalda, habían dejado todo sumido en un lamentable silencio, una suerte de cementerio sin cuerpos ni plañideras, con miles de carroñeros revoloteando en busca de un bocado caliente.

Encendió su pantalla y, al hacerlo, vio al lado una foto de su hijo y algunos objetos que le recordaron a las personas que se los habían regalado. En ese momento sintió como sus raíces se iban elevando hacia la tierra azul que lo cubría desde arriba, haciéndose fuertes, mientras él se perdía hacia abajo en las profundidades.

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