miércoles, 21 de octubre de 2015

El aeropuerto

Casi las seis de la mañana.

El reloj, que se alzaba visible desde casi cualquier rincón del recinto, continuaba su marcha atrás imparable. Sólo una hora para abandonar tantas y tantas cosas que se quedarían esperando su regreso. Los malos recuerdos, y los buenos, iban empacados junto con su secador de pelo, sus abrigos y su ropa interior de mil colores.


La acompañaba su familia, sus padres y su hermana, que la arroparían hasta el último momento. Además, escoltada por dos buenos amigos se sentía fuerte para dar el paso definitivo, el deseado salto al vacío que tanto la motivaba.

En su chaqueta iba prendada también la última imagen de su compañero, de su confidente y amigo. Él había sido su abrazo sobre aquella cama tan vacía en noches oscuras, su despertar diario, y la constante en sus idas y venidas. Él no la había abandonado nunca, siempre en su camino, fiel y cercano, el soporte de sus horas a solas. Lo había sido todo para ella, su mayor consuelo, mucho más que una mascota, mucho más que solo un perro. Ahora, donde debía ir no podía llevarlo y él había preferido no vivir a estar un solo minuto sin su amiga. Poco a poco se fue apagando regalándole la libertad necesaria para el nuevo proyecto de vida que comenzaba. Aunque acababan de despedirse hacía tan solo unas horas para siempre, su recuerdo la acompañaba en este importante viaje junto a su corazón.

Nerviosa, cansada y un poco desubicada, llegó al mostrador donde una dispuesta y agradable empleada parecía esperarla desde hacía años. La cara de la mujer contrastaba con el panorama que mostraba el lugar, casi desierto. Todo preparado para realizar la facturación. Todo en orden excepto su equipaje. El gran volumen de la maleta hacía que excediera el peso mínimo casi por quince quilos. Se vio forzada a dejar atrás efectos personales, abrigos, ropa interior, zapatos… Parecía que el destino quisiera que cargara lo menos posible, que llegara liviana a su destino. Quince kilos de ella misma que tuvo que abandonar en el último instante.

Con las maletas y los pensamientos ya en regla se dispuso a embarcar. Por los altavoces hacía un rato que se había dado el último aviso a los pasajeros de su vuelo.

Al levantar la vista antes de adentrarse en el control policial los vio allí delante de ella, y fue como si los viera por primera vez. Abrazó a su madre, que lloraba. Un abrazo cálido y emocionado, mientras aguantaba la compostura, solo quería darse la vuelta y echar a andar. Después le tocó el turno a su padre, más sereno aparentemente, siempre protector. Su hermana también le dedicó una última mirada envuelta en lágrimas. Por último sus dos amigos, uno era el compañero ideal de vivencias llenas de sentido, el otro era el caminante de sus días, el guardián de su camino. Pensó que no podrían existir pilares más fuertes esperando su regreso, marcándole el punto de retorno, si es que alguna vez se producía.

Se dio la vuelta y, sin mirar nunca atrás, se armó de valor y coraje. Recorrió los últimos metros rápidamente, como si temiera perder aquel avión que la transportaría a un mundo desconocido y anhelado. Estaba dispuesta a luchar por sus objetivos. Iba a vivir, a saborear cada momento con todos los sentidos abiertos. Se esforzaría en conseguir méritos, en saciar esa ambición, desesperada e imparable, que la dominaba desde la raíz de sus entrañas. Iba a reír, a contemplar el paisaje, a recorrer los caminos acompañando o adelantado a quien encontrara en ellos.

Se veía dueña de cada instante. Se sentía una privilegiada porque había decidido elegir, siempre elegir conscientemente. Sabía que sus esfuerzos darían resultados por qué realmente se creía capaz de todo. Pisaba, fuerte y segura, camino de aquel avión que la esperaría lo que hiciera falta, ondeando al viento sus virtudes, como una bandera, y aceptando sus defectos.

Las siete en punto de la mañana.

Ya esperaba sentada en su asiento, impaciente, jugando con los dos búhos que colgaban de su pulsera roja, ellos la protegerían, la animarían y la mantendrían erguida cuando el ánimo se doblara. Nada sería capaz de detenerla, nada, ni por supuesto nadie. Al principio pensaba que se marchaba buscando volver a sonreír libremente, pero ahora, se daba cuenta de que era capaz de mucho más, ya no le bastaría con sonreír, ya no quería sólo ser feliz, lo que en realidad deseaba era hacer sonreír a los que la miraran, allá donde aquel avión y sus sueños la llevaran.

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Las siete en punto de la mañana.

Apoyado en aquella barandilla, al borde de la carretera, miraba intranquilo hacia la pista de despegue. El momento se acercaba, no habría vuelta atrás, lo sabía. Una mezcla de fuertes sentimientos lo envolvía. Sentía pena, profunda y amarga, que le hacía llorar desconsoladamente, en medio de la soledad del amanecer naciente. Pena por la separación que se avecinaba. Pero al mismo tiempo era feliz por ella, porque por fin volaría, libre, sin freno, sin ataduras. Era lo que buscaba desde hacía tiempo, y se lo merecía sin duda. Definitivamente era tremendamente feliz por ella.

Escuchó el rugido del avión. Le pareció una protesta que nacía de dentro de su propio cuerpo. No tenía frío, pero casi empezaba a temblar por la emoción. De repente la máquina rugió con más fuerza aún y comenzó a acelerar implacablemente. Pasó por delante de él como si no existiera.

No podía verla pero se la imaginó allí dentro, nerviosa pero decidida. Se había acostumbrado a sus locas historias, a su forma de ver la vida. Con ella se alejaban horas y horas de conversaciones, días de cambios profundos que lo habían acercado a ser lo que ahora era. Le prometió seguir adelante, caminando, y estar a su lado allá donde ambos estuvieran, sin importar la distancia que los separara.

Poco a poco vio desaparecer el avión en el cielo, hasta que no fue más que una punzada penetrante. Se obligó a despegarse de la barandilla y recorrió los metros que lo separaban del aparcamiento. El cielo ya clareaba azul, roto en jirones de colores naranjas y rojos. Se quedó un rato contemplando ese espectáculo, era incapaz de no sucumbir ante él, siempre acababa haciéndolo.

Comenzaba una nueva etapa. Jamás una despedida le había causado las sensaciones que ahora tenía. Encendió el ipod que le había dejado, lo conectó al coche y escuchó la única canción que había dentro. Sabía que sólo era una canción de prueba, sin ninguna trascendencia, pero no pudo evitar escucharla una y otra vez.

Volvió a mirar al cielo por última vez, “buen viaje”, consiguió murmurar, y emprendió el camino de regreso a casa.

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