jueves, 10 de julio de 2014

Carta desde Ashdod

Las 4:30 en el reloj del salón. ¿Es por la tarde o ya de madrugada? Tres días sin poder pegar ojo y mi cabeza ya empieza a estar algo confundida.

Una y otra vez la misma rutina. Suena la alarma, nervios, miedo, carreras con mi pequeño hacia la seguridad, hacia la salvación...No paro de salir corriendo, quince o veinte avisos al día. Sólo mi hijo en los brazos, correr.

No quiero que se preocupen en casa, pero estoy muy cansada, sin apenas ganas de hacer nada. Sólo quisiera huir, alejarme sin parar, no mirar atrás. Pero no puedo hacerlo, no voy a hacerlo. Mi futuro está aquí, lejos de todos, por mi hijo, por mí.

El ritmo de la guerra es implacable, insaciable. Sé lo que se acerca porque ya lo viví. Es como un lobo que acecha siempre, desde la oscuridad. Te mira, te estudia. Te persigue con su eterno son, alarma y bomba, alarma y dolor, alarma y...

A veces es tan precipitado que ni siquiera nos da tiempo de llegar al refugio. Sólo 15 segundos. Juntos, uno contra el corazón del otro, protegiéndonos bajo el hueco de las escaleras.

Normalmente se vive muy bien aquí, hay trabajo y la gente no suele meterse en la vida de los demás. Pero ahora estamos en guerra, y es agotador. Las calles están más vacías, aunque de momento todo sigue funcionando, la vida no se ha parado.

Mi cabeza no me deja dormir, alerta constante, miedo constante. Caiga donde caiga el horror, se siente cerca, se escucha al lado. Se clava dentro de mí.

Pero no me dejo vencer. Cuando veo su pequeña sonrisa siento que vuelo muy por encima de todo este caos. Y en este lugar su sonrisa se deja ver más veces que en el lugar donde tengo mis raíces. Por eso tengo que estar aquí, lejos de todos pero muy cerca de nuestro mejor futuro. Sólo somos él y yo, y toda la vida por delante.

Las 4:35 en el reloj del salón. La alarma vuelve a sonar. Agotador.

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